Siempre le gustó ver el denso humo de un canuto saliendo de su boca y su nariz. Le encantaba cómo olía la nicotina, cómo se destensaba cada nervio de su cuerpo al exhalar.
Le encantaba dejar de sentirse a si mismo para sentir todo lo demás, lo que era capaz de inventar su mente totalmente fuera de control.
Le gustaba ella. Olía a perfume y vicio desmedido. El vicio de él por ella, de todo su mundo, de las noches en las que la cocaína les elevaba la temperatura, y dilataba sus pupilas y hacia sin embargo que se sintiesen más de lo que se veían.
Pero le gustaba su vida y sus vicios llegaban demasiado lejos. Ella, iba demasiado lejos.
Sabía a ron con cola y hachís. Pero no le gustó su sabor, se había mezclado con el que deja un último beso.
Un “Si me quieres no lo hagas, déjalo antes de que sea tarde, pequeña.” terminó de fundirse con un “No te pongas ñoño ahora, si no te gusta lo que hago, no mires” de un tono demasiado poco amable, que le invitó a desparecer de verdad de todo ese mundo, más inmoral y disoluto que el del viejo Londres de los 80. Un mundo más lleno de luz artificial, pero tan oscuro como el Londinense.
Y así salió dando un portazo, que retumbó en la cabeza de su chica. Así es como salió de aquella casa, símbolo de sus vicios y el libertinaje en el que su vida de había convertido.
Sabían que sus caminos se habían separado, a uno y otro lado de la puerta. Pero no sabían que esa sería, para los dos, la última vez que se dejaban llevar por los efectos de la droga.